Hay viajes que revitalizan y viajes que inspiran. Hay viajes que son cuerpo y hay viajes que son alma. Hay viajes que son excursiones y hay viajes que son experiencias.
El alma se fortalece desde las experiencias; y ahí donde se unen Bruselas, Brujas y Gante, se comienza a escribir el diario de viaje más extraordinario de todos. Un recorrido que inicia en el encanto gótico y barroco de los rincones belgas, y que culmina en las deliciosas notas de la orquesta de André Rieu en Maastrich.
En algún lugar del mundo se reproduce una melodía hipnótica. Un compás de tres por cuatro, un violín frente a una orquesta desenfrenada. Es el Segundo Vals de Shostakovich en las talentosas y rebeldes manos de André Rieu. Pero no es tiempo para eso todavía. Aún queda mucho por recorrer.
Nos espera la majestuosa Grand Place, epicentro de la ciudad medieval de Bruselas. Desde allí, aguarda la Catedral de Saint-Michael; el Atomium (el ícono más emblemático de Bélgica, un edificio modernista elaborado con esferas de metal que permite disfrutar de excelentes vistas); el deslumbrante Pabellón Chino y la Torre Japonesa.
No muy lejos de allí, se despliega el peculiar barrio de Sablon. Ubicado en la parte alta de la ciudad, es uno de los sectores más distinguidos. Exclusivo y multicultural, es ideal para perderse en sus tiendas de antigüedades y probar su variedad de delicatesen, como la curiosa cerveza Vlawa o las dulzuras de Reina Neuhaus, una tienda conocida como “el Roll Royce del chocolate”. También podemos encontrar a Pierre Marcolini, la denominada “joyería del chocolate”, donde es posible comprar cacao puro trabajado en formas de diseño artesanal y con un aroma exquisito.
Es imposible dejar el Sablon sin pasar por otra de las tiendas imprescindibles: las galletas de Maison Dandoy tienen bien ganada su fama de “las mejores de Bélgica”. Bien cerquita, aprovechamos para degustar algo típico de la zona, el imperdible pistolet, un pan de gran popularidad entre las tradiciones culinarias de esta región.
Bruselas queda atrás y nos encaminamos hacia la encantadora ciudad de Brujas, a escasos 15 kilómetros del mar del Norte. Todo su casco histórico es Patrimonio de la Humanidad, pero hay algo más en la mágica Venecia del Norte. Nos adentramos en un paseo por el Lago del Amor y hacemos una parada en el tiempo para descubrir el Beaterio, fundado en 1245. Desde allí, se nos presentan todas sus maravillas arquitectónicas de inspiración gótica. Brujas es una auténtica joya embellecida por el paso del tiempo. Lleva en ella mucho de su nombre, ése nombre que lejos de inspirar miedo, nos hace creer que la magia es real.
Nuestra penúltima parada está en Gante, residencia de los célebres hermanos Van Eyck, popularmente conocidos como «los de la soga al cuello» y referentes del arte gótico. Nos embarcamos en este viaje buscando arte e historia y Gantes no nos decepciona: famosas pinturas, detalles que entremezclan lo gótico con lo renacentista, el majestuoso Castillo de los Condes de Flandes y barrio del Patershol, donde los tejedores se pierden en sus simpáticos callejones llenos de pequeños restaurantes.
Fabulosos lugares llenos de historia y arte gótico, cremosos chocolates típicos de una tierra llena de delicias artesanales, antigüedades, rincones refinados que parecen salidos de un cuento. Bélgica nos despide con todo su esplendor y nos invade de experiencias que aguardan ansiosas ser repetidas alguna vez.
Para hacer de esta una aventura incomparable, nos trasladamos a Maastrich, en los Países Bajos. Una urbe antigua, cuyos orígenes se remontan a los tiempos de los romanos, o incluso anteriores, a la época de los celtas. Allí se respiran los aires de ciudad cosmopolita y multicultural, clara influencia de la unión belga y alemana. Allí comenzó a escribirse una manera diferente de concebir la música clásica. Allí se gestó el innegable talento del maestro André Rieu.
La Orquesta Johann Strauss se dispone a sus espaldas, pronta a brindar un espectáculo único, como lo hizo durante más de 30 años. Vestidos llamativos, atriles dorados, sonrisas plenas. El Rey del Vals se sitúa delante. Parece que pudiera recitar las melodías de memoria, entonándolas con la mirada.
¿Un concierto de música clásica donde el público puede levantarse y bailar? ¿Por qué no? Todo es posible cuando toca André Rieu, más aún cuando lo hace en su Maastrich natal. Eximio músico, más aún, gran conocedor de su público, brinda un espectáculo que va más allá de los instrumentos coordinados a la perfección. No hay lugar para demasiada solemnidad. Hay mucho espacio, por el contrario, para el disfrute.
Suena El Danubio Azul y el público permanece expectante, incrédulo, maravillado, boquiabierto. Algunos se mueven al compás, otros se animan a danzar lentamente. Todos sonríen encantados, cómplices, atónitos.
Aquellos que pueden decir que han disfrutado de su talento y de su manera única de concebir la música clásica son los que, como él, entendieron que el arte más sagrado y profundo es de quienes deciden crearlo. Aquellos que ven en los conciertos de André Rieu un espacio de disfrute, ven el mundo y la música un poco como él: de una manera especial, que quizás no todos entiendan, pero que atesora algo especial.
Aquellos que se aventuran en un viaje que une todas las aristas del arte histórico y que culmina en uno de los espectáculos más deslumbrantes del mundo son, sin duda, los más afortunados de todos … volvés distinto
Vamos a la casa del ¨encantador de violines¨