Marruecos y Lisboa: cuando el desierto conoce el mar


Cada lugar tiene una historia que contar


#volvésdistinto

Amanece sobre Marrakesh y los rayos del sol tiñen de dorado el infinito desierto. Una luz cálida baña la Plaza Djemaa el Fna, mientras desde las terrazas de los cafés se comienza a contemplar el ritmo de una ciudad misteriosa y frenética. Artistas callejeros, encantadores de serpientes y puestos especias se entremezclan en el andar cotidiano. El corazón de Marrakesh ya está encendido.

A primera hora de la mañana, la Puerta de Bab Agnaou nos invita a ver sus mejores colores. Era uno de los 19 accesos principales de la muralla que rodeaba la medina en el siglo XII. Con sus 10 metros de altura y sus 15 kilómetros de longitud, con sus bajorrelieves y tonos verdosos, parece ser la metáfora ideal para ingresar a los tesoros que nos guarda Marruecos.

Más tarde, cuando el sol a duras penas atraviesa las hendijas de los callejones estrechos, nos abrimos paso por el zoco. Perderse, comprar, regatear, perderse otra vez. Esa es la rutina de este gran mercado, donde todo lo que representa la cultura marroquí, se materializa en un interminable paseo de colores, aromas y sabores.

Zoco de Marrakesh.

Muy cerca, aguarda el majestuoso Sahara. El más grande del mundo, el que se adueña del silencio como ningún otro lugar en el mundo puede hacerlo.  No hay amanecer como el que se levanta entre las dunas. No hay sensaciones como las que transmiten los destellos anaranjados sobre la profunda inmensidad.

De Essaouira a Casablanca: el encanto sobre el Atlántico

Detrás nuestro queda el desierto. Emprendemos camino hacia el mar, ése mar que rompe con los imperceptibles murmullos del Sahara. Blanca y azul, acogedora y distante, aparece junto al océano la bella ciudad pesquera de Essaouira. Es  una de las grandes joyas históricas de Marruecos, y uno de los mejores lugares para disponerse a disfrutar de un exquisito banquete de pescados frescos, ambientado por el vaivén de las olas y el graznido de las gaviotas.

Por la misma línea, bordeando el mar, Casablanca espera con sus contrastes. La opulencia de la Mezquita Hassan II – el templo más alto del mundo- irrumpe en una ciudad moderna que no olvida su densa historia.

Junto al puerto, se encuentra la medina. Parcialmente rodeada de murallas, es un excelente lugar para hacer compras y observar sus singulares atractivos: la Torre del Reloj, las puertas de Bab Jédid y Bab Marrakech; los santuarios de Sidi Kairouani y de Sidi Bou Smara; las mezquitas Ould el Hamra, Dar El Makhzen y Jamma Souk.

Pero Casablanca no es solo rica en sitios icónicos que cuentan historias de antaño. También es la Ciudad Colonial, con su modernismo y el Art Déco que se fusiona con el arte morisco. Es el  barrio de Habous, también conocido como nueva medina, que combina la tradición marroquí con el urbanismo moderno.

Junto a la nueva medina, el barrio de Mers Sultán es el segundo centro de la ciudad, repleto de tiendas y sastrerías. El zoco de la hechicería es un imperdible, donde adivinan el futuro y preparan remedios tradicionales con elementos típicos.

Mezquita de Hassan

Erfoud, Tinghir y Ouarzazate, por la ruta de las Mil Kasbahs

De estas ciudadelas construidas en adobe, decoradas con infinitos detalles geométricos, se desprenden cuantiosas historias de la cultura bereber. Las kasbahs reinan en el gran sur de Marruecos, hacia Ouarzazate. Allí encontraremos la Kasbah Taourirt, considerada una de las  mejor conservadas del país.

Transitando esta ruta, la misma que ha deslumbrado a viajeros de todo el mundo, nos deslumbran varios ksour, pueblos rodeados por altas murallas que de lejos parecen castillos. El camino sigue y serpentea la impresionante Garganta del Dadés. Kasbahs, palmeras, el valle infinito, el camino ondulante: todo esto se contempla desde las magníficas Gargantas del Todrá, una de las maravillosas vistas que nos regala Marruecos.

Desierto de Sahara.

La eterna belleza de Lisboa

El desierto se ha quedado definitivamente atrás. Testigo de ello es el Barrio Histórico de Belém, de cara al Río Tajo. Lisboa nos presenta uno de sus sitios más monumentales, donde emergen dos joyas de la ciudad: el Monasterio de los Jerónimos y la Torre de Belém, emblema del arte manuelino.

En las laderas del Castelo de São Jorge se extiende el viejo barrio de pescadores, Alfama (del árabe,  Al-Hamma). Es imposible pasarlo por alto en nuestra visita a la ciudad: cuna del fado, dueña de pintorescas fachadas y calles empinadas, el barrio más antiguo nos presenta iglesias, monumentos y vistas que confirman que Lisboa es una de las perlas más bellas de Europa. Y al final, nadie se despide de la ciudad sin hacer su paso por la Baixa-Rossio, epicentro comercial de la ciudad.

Allí, entre los ajetreos de las tiendas de regalos, el viaje en toda su extensión parece hacer una pausa. Los contrastes son más que evidentes, los caminos recorridos ahora cuentan historias que quedarán en nosotros para siempre.

Los contrastes, el mar y el desierto; las kasbahs y los centros comerciales; el arte marroquí y las aglomeraciones de pescadores portugueses: todo cobra sentido ahora. Cada parte del viaje se complementa con la otra, cada centímetro de desierto se aprecia mejor con su pedacito de mar. Así es unir Marruecos con Lisboa: es entender que todo, por disímil que parezca, tiene un complemento, un principio y un fin.

Alfama, Lisboa

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Un viaje del desierto al mar.

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