Por si no conocían este paraíso, les cuento que Provenza es una región que se encuentra al sureste de Francia el cual limita con Italia y el mar Mediterráneo. Es una ciudad que se caracteriza por sus diversos paisajes coloridos, sus campos están llenos de pinos, lavandas y viñedos en donde se cosecha la oliva. Y si quieres ir más allá del límite podés ir hacia la Costa Azul y conocer la ciudad de Niza entre otros sitios que también llaman la atención por la cantidad de propuestas que tienen para darte.
En lo personal diré que, desde antes de comenzar este viaje, el solo hecho de pensar en La Provenza ya me hacía imaginar sus eternos campos de lavanda, playas azules y acantilados infinitos y es que averigüe mucho de este sitio antes de aterrizar en sus tierras, pero todas las imágenes que había en mi cabeza fueron altamente derrotadas al ver todo lo que habitaba en aquel lugar. Este es un mundo que vale la pena ver para creer.
Ya en el momento exacto en el que conocí el Valle de Loira empecé a darme cuenta de que Francia era variada y profunda, colorida y particular. Empezaba a descubrir más que las calles tradicionales de París, y eso, solamente eso, ya me llenaba de emoción. No pare de sacarle fotos a esos inmensos castillos y de solo verlos me imaginaba cuántas historias y anécdotas habrá detrás de tanta arquitectura histórica.
La Provenza tiene una gran variedad de paisajes y de actividades. Es ideal para explorar pues está rodeada de una gran cantidad de caminos alternativos, los cuales te llevarán a nuevos paraísos. En mi experiencia, transitar por antiguos olivares y mirar al Mediterráneo cara a cara fue un conjunto de experiencias que se unieron en una sola: un desayuno en la playa, un paseo por un hotelito rural, viñedos y una caminata por la montaña. La Provenza es una auténtica experiencia francesa y lo mejor de ella es que se puede hacer en poco tiempo sin dejar de aprovecharlo en cada paso, pues metro a metro hay una oportunidad de conocer un nuevo lugar.
Ya me habían dicho que tenía que hacer este recorrido y sin dudas me aparté todo un día para ello. En el transcurso me di cuenta de que ya había llegado a una simple conclusión y es que desde los pequeños mercados abarrotados de productos frescos hasta la coqueta Saint-Tropez, todo en esta región era inspirador, exquisito, único.
Tuve la oportunidad no solo disfrutar de una caminata al sol, sino también de ir probando alguna que otra delicia regional de la que pude conocer su historia contada ni más ni menos que sus agricultores. Es por ello que a veces algo tan simple como un mercado puede ser una experiencia incomparable, al menos lo fue para mí.
Me enamoré de los puestos de agricultores, donde cada productor de las zonas más rurales lleva su especialidad, entre las cuales se destacan: vinos, quesos de cabra, dulces, hierbas regionales, aceites de oliva y los famosos jabones de Marsella. Además de ser súper pintorescos, son el sitio ideal para encontrar recuerdos y regalos originales. Yo sin dudas me traje muchas cositas que compartiré al finalizar mi viaje.
Caminar entre puesto y puesto, sentir el aire fresco, oler las flores recién cortadas, comprar alguna artesanía y degustar todas las delicias de la zona me hizo sentir sumamente libre, como si ahí no se midiera el tiempo y todo lo que existieran en el mundo fueran las mil sonrisas de los productores y artesanos que con ojos rebosantes de orgullo me ofrecen sus creaciones. Provenza es una tierra variada y generosa, colmada de pueblitos que van contando partes de una gran historia que por suerte tuve el placer de conocer gracias a Travel Wise.
Además de los mercados y los pequeños bistrós (dos cosas que siempre son mi debilidad), esta región también tiene una privilegiada herencia artística, ideal para aquellos que van en busca de experiencias culturales.
Entre varias opciones, opté por Saint Paul de Vence, ya que muchos me lo habían recomendado. Este pueblo logró reunir a los intelectuales más influyentes de los siglos anteriores: pintores como Matisse, Renoir, Miró, Braque, Picasso y Chagall; escritores como Gide, Cocteau y Prévert o cineastas y estrellas de cine como Clouzot, Cayatte y Audiard; Yves Montant, Lino Ventura o Simone Signoret.
Al llegar, entendí por qué Matisse describió esta parte del mundo como “suave y delicada, a pesar de su fulgor”. Saint Paul es un hermoso ejemplo de un contraste casi poético: un pueblecito construido íntegramente en piedras con huellas griegas y romanas, con aires montañosos y marítimos que lo hacen único y vistoso. Sus casas son el ejemplo claro de cómo la naturaleza lo embellece todo, muchas de ellas están decoradas con plantas que le dan el toque único y diferente a este lugar y es que este sitio parece una obra en sí misma.
A pesar de que sus grandes influyentes ya no se encuentren entre nosotros, este paraíso floral ha sabido conservar hasta el día de hoy su legado artístico. No esperaba descubrir que hasta sus calles son un museo a cielo abierto donde artistas contemporáneos como Folon o Niky de Saint-Phalle exhiben sus obras en las ventanas de las galerías.
Al caminar por su calle principal, entro a cada una de las tiendas de recuerdos que se alternan con las galerías de arte. Parece como una postal de alguna aldea de esas que solamente existen en la imaginación de los niños que leen muchos cuentos. La Place de la Grande Fontaine, el Pontis y el mirador del cementerio cierran la fantasía ideal de esos sitios que se ubican entre lo real y lo ficcional. Este sin dudas es un sitio que ahora yo también recomendaré pues me ha dejado maravillada con tanta belleza e historia que se escapa entre sus calles.
El recorrido es pintoresco y breve pero no menos interesante que los demás. Eso me sentó bien después de que mi llegada a Provenza estuviera tan cargada de paseos. Aproveché las horas que sobraron en la tarde para sentarme en la Crêperie du Moment, un pequeño bar donde pedí las famosas crepes con chocolate y crema batida, las cuales acompañé con un té helado.
Mientras bebo mi té pienso en que no creo que exista en el mundo una sensación de felicidad como esa, saboreando cada bocado en una pequeña aldea medieval, con el mar azul detrás y Niza que me espera por delante. Otra vez, como cuando paseaba por los mercaditos, el tiempo se detiene en este instante y sin pensar en ello, me doy cuenta de que estoy feliz, pues pude darme el gusto de seguir viajando.
Viajar es una aventura que te hace volver distinto.