Había escuchado mucho sobre Sicilia antes de partir. Que el Valle de los Templos era la mejor visita que podría hacer, que los paisajes de la película El Padrino eran imperdibles, que el Monte Etna era un paseo indispensable, que el buen vino, que la buena comida, era lo que más me repetían sobre este viaje.
Y si bien es cierto que todo esto guardaba algo de verdad, lo que más me cautivó fue lo más simple: los destellos del sol sobre su mar, un mar en el que nunca había reparado. Al imaginar Sicilia se me venían a la mente mil imágenes como postales: cuentos de abuelas y alguna que otra película configuraban ese relato.
Pero nadie habla del mar de azul profundo que acompaña el resplandor del sol sobre las casitas de la costa. Nadie menciona el aroma perfumado a limón. A muchos viajeros se les pasa por alto esa sensación de estar en una fantasía perpetua. Pensaba que la tierra de fantasías era París y que no había más realismo mágico que el de los libros. Pero me equivocaba.
Mi primer impulso fue unir los puntos que conectan la costa con el volcán Etna. Tenía que llegar a ver esa maravilla de la que tanto me habían hablado. Además, era la mejor forma de recorrer los puntos clave que bordean el océano.
Comencé por Palermo y me detuve a tomar una minuciosa fotografía de cada uno de sus íconos: el Palacio de los Normandos, la Catedral y el Teatro Massimo (un regalo especial para los que saben apreciar la ópera). Casi me hizo gracia que a través de una corta visita haya aprendido más sobre todos los períodos históricos que atravesaron el sur de Italia de lo que me contaron los libros. Murallas Púnicas, Villas Art Nouveau, residencias mobiliarias,construcciones del Siglo XVII.
El período bizantino, los vestigios intactos de la Edad Media, la irrefrenable modernidad. Una vez en la capital de la isla, y mientras me alisto para partir al siguiente destino a paso acelerado por Selinunte, me tomo cinco minutos para probar la estrella del street food palermitano: los arancini, unas deliciosas croquetas con un risotto cremoso rellenos de una bolognesa especiada. Ahora sí empiezo a creer que estoy al sur de Italia. Contemplo la fuente de Plaza Pretoria una vez más, doy mi último bocado y me voy hacia la siguiente aventura.
Vine por los paisajes, me quedé por la Dolce Vita
Siempre pensé que vivir en un sueño era recorrer pueblitos románticos o praderas verdes de algún inhóspito rincón europeo. Pero la verdadera magia estaba ahí, en las poderosas ruinas griegas de Selinunte, en el Valle de los Templos en Agrigento y en las playitas coquetas de Taormina.
Hasta ese momento, me llevaba mil cosas de Sicilia. Entre enlace y enlace de una ciudad a otra, revisaba mis fotos como comprobando si todo lo que había visto era verdad. Pero nada se compara a mi día completo en Taormina. Supongo que una fascinación así debió sentir Goethe cuando se quedó sin palabras frente al Teatro Griego de la Ciudad. El mar azul turquesa que llega hasta las costas de Calabria, terminaba de decorarse con la vista del Etna, humeante e imponente, al otro lado de la costa. La playa, el aire salado y la arena a mis pies me despojaban de todo pensamiento. Mi experiencia en Sicilia había sido distinta a la de un viajero corriente. No había venido a posar frente a edificios antiguos y sacar fotos, sino que había venido a derribar mitos, a encontrarme con una tierra que me ofrecía todo sin que yo le pidiera nada. A dejar, sin prejuicios, que el sur italiano hablara por sí solo.
La tarde se cerró con el sol sobre uno de los cráteres superiores del Etna mientras yo descansaba las piernas en uno de los cafés de Corso Umberto. Un granizado de limón servido con brioches calientes y una típica cassata eran todo lo que necesitaba. Esto debe ser lo que quieren decir cuando hablan de la “Dolce Vita”, pensé. Y me quedé a disfrutar el paisaje por última vez, mientras me preparaba para desandar la vieja Italia. Mi próxima parada sería una ruta por la sal y el Marsala. La Dolce Vita recién comenzaba.