Estar en Atenas es lo más parecido que puede existir a una cápsula del tiempo, donde épocas pasadas y el moderno presente van y vienen casi de manera constante. Supongo que, como yo, muchos aficionados a la historia se quedan boquiabiertos ante monumentos y construcciones que datan de épocas inmemoriales. Esa idea de inmensidad, de poderío, de estar parados casi en el principio de la línea histórica de la humanidad es un pensamiento tan abrumador como fascinante.
Todo el recorrido por Atenas es así. De tanto en tanto me detengo a pensar quiénes han pasado por el mismo lugar en el que ahora me encuentro, cientos de años atrás. De las ruinas arqueológicas, al arte y los vestigios de las civilizaciones bizantina y otomana, todo es fascinante y complejo. Hasta el más pequeño rincón, todo parece querer decirme algo, contarme de alguna batalla épica o de algún mito de los dioses. Es como si toda la ciudad fuese un gran oráculo dispuesto a ofrecer sabiduría a aquel que sepa recibirla.
Vine hasta la Acrópolis precisamente por ese motivo. Tenía que ver la mayor atracción griega, coronada por el majestuoso Partenón, que es visible desde todos los ángulos de la ciudad. Es tan omnipresente que un día cualquiera, a punto de embarcar en una nueva excursión o tomando un café en algún barcito de Plaka, está ahí como llamando la atención a nuevos y viejos visitantes.
La Acrópolis es el sitio arqueológico más importante del mundo occidental, por eso es que lo mejor para aprovechar la visita es levantarse cuando el sol despunta sobre el blanco mármol. Llegar temprano ayuda a dedicar un tiempo a cada detalle, a burlar un poco el calor y a evitar el bullicio de otros viajeros, que entremezclan en el aire más de una docena de idiomas, algunos completamente desconocidos para mí.
El Partenón es lo primero. Magnífico, sabio, escultural. Aun cuando quede una fracción de lo que solía ser, es posible maravillarse con lo que representa. Desde allí, el recorrido invita al Erecteión con su Tribuna de las Cariátides – estandartes del estilo jónico – y al imponente templo de Atenea Niké, que conmemora la victoria sobre los persas en la batalla de Salamina, en el año 480 a.C. Desde allí, hay que bajar por la falda sur hacia el Odeón de Herodes Ático, el Pórtico de Eumenes y el Teatro de Dioniso, el mayor teatro de la antigua Grecia.
El paseo culmina en el Museo de la Acrópolis, que contrasta fuertemente con todo lo que acabo de ver: es moderno y suntuoso, con entradas iluminadas y varios pisos que cuentan una historia sumamente detallada. Se me ocurre que lo mejor de este lugar no es cómo dispone sus muestras o la cantidad de tesoros que alberga sobre los períodos arcaico, romano o vestigios de la Acrópolis del siglo V a.C. Lo mejor es que es uno de los pocos museos que exhiben su obra maestra en su contexto: basta mirar alrededor para darnos cuenta de que estamos en un museo, aun antes de haber entrado.
No puedo irme sin pasar por el café del Museo, donde se puede pedir un té delicioso (tienen varios en la carta, pero aquellos que sean amantes de los buenos blends, deben atreverse a probar el té de montaña griego combinado con salvia, menta y orégano de creta). Es el lugar ideal para los que van a pasar un momento tranquilo o en una visita rápida. Está ubicado frente a una de las muestras de excavaciones arqueológicas y ofrece una entretenida vista. Para los que van con más tiempo, el museo también cuenta con un restaurante gourmet, un bar de cervezas griegas y un pequeño sitio de desayunos típicos.
El día siguiente me encuentra preguntándome si acaso podría quedarme a vivir en el Museo de la Acrópolis. Incansablemente bello, tanto que podría volver una y otra vez. Pero es tiempo de seguir y apurar el paso para hacer algunas compras. Me decido por lo más recomendado de la ciudad: Monastiraki. Ubicada hacia el norte de la Acrópolis, es una de las principales zonas comerciales de la ciudad. Ropa, discos, libros, antigüedades. En este rincón de Atenas se puede encontrar de todo.
Hasta el mercado de Monastiraki tiene un aire milenario (convive con las ruinas del antiguo mercado de Ágora), pero es vibrante y animado. Es el sitio ideal para disfrutar de la auténtica gastronomía griega y llevarse algunos recuerdos: una botella de ouzo (típico licor de anís), aceite de oliva y aceitunas negras envasadas al vacío, el amuleto del ojo griego y vestidos blancos con magníficos bordados azules. Mi souvenir favorito es el jabón de oliva que encontré en una tiendita de regalos artesanales, y lo mejor es que muchos vendedores hablan español, así que por esta vez, la mezcla de idiomas no será un problema a la hora de negociar y regatear.
Mientras me pierdo sin un rumbo fijo, se me ocurre que Monastiraki se parece mucho a los zocos: callejuelas donde se entremezclan puestos de los más variados productos y de gran riqueza cultural. Sin duda, esto fruto de la influencia turca en muchas de las costumbres griegas.
Ya no había mucho tiempo para reflexiones cuando el día se desvaneció por completo entre paseo y paseo. Pienso también en lo difícil que es tener conciencia del tiempo real cuando se recorre Atenas. Pero no quedan muchas más horas del día y mi siguiente aventura me espera en Mykonos, la isla glamorosa y cosmopolita.
Viajemos a Atenas desde esta nota.